DÍA SÉPTIMO
La
virtud de la uniformidad
Comenzar con la oración
preparatoria para todos los días.
La uniformidad es un estado
o una virtud, o las dos cosas a la vez. La uniformidad, considerada
en un individuo, es una virtud que lo hace obrar en conformidad
con su condición; y considerada en la comunidad, es un
estado que, uniendo a todos los individuos, forma de los diversos
miembros un solo cuerpo vivo con sus operaciones propias. Por
consiguiente, los misioneros son unánimes si no tienen
más que un solo espíritu que los anime; y son uniformes
si no tienen más que un alma que tiene las mismas facultades
en cada uno de ellos.
¿Qué entiende
usted por facultades? Yo entiendo el entendimiento, la voluntad
y la memoria, que son las facultades o potencias del alma, y
que tienen que ser semejantes en cada uno de nosotros; de forma
que, propiamente hablando, tener uniformidad es tener un mismo
juicio y una misma voluntad en las cosas de nuestra vocación.
Pues bien: en esta relación
o semejanza que tenemos mediante esta unión, hay que distinguir
entre las actitudes naturales del cuerpo y las acciones morales;
pues en las actitudes del cuerpo es difícil que haya unanimidad:
nunca hay dos rostros iguales, ni tampoco son iguales el caminar,
el hablar y los gestos de dos personas.
Pero, en cuanto a las acciones
morales sí que tiene que haber unanimidad, ya que las
virtudes que las producen radican en el alma y todos nosotros
no somos más que una sola alma y, por consiguiente, hemos
de tener un mismo juicio, una misma voluntad y unas mismas operaciones.
Es verdad que, a propósito
de las ciencias es casi imposible que todos se parezcan; pero
respecto al fin de nuestra vocación, que es tender a la
perfección, trabajar por la instrucción de los
pueblos y el progreso de los eclesiásticos, hemos de convenir
en el mismo juicio, tenemos que juzgar de la misma manera y hacernos
semejantes en la práctica.
Quizás los extremos
nos ayuden a conocer mejor este estado del que estamos hablando.
Un extremo de la unanimidad es la división y la separación;
uno tira de un lado y otro de otro; cada uno hace como le parece.
El otro extremo consiste en dejarse llevar por el abandono, por
el humor y las acciones desordenadas del prójimo.
¿Cuáles son los
motivos que tenemos para conservar y aumentar esta uniformidad?
Encontramos muchos en la sagrada Escritura: «Para que con
un mismo corazón y una misma boca honréis a Dios
Padre» (Rm 15,6). En la carta a los Filipenses (2, 2):
«Colmad mi gozo, no teniendo más que un mismo corazón
y los mismos sentimientos para conservar la caridad». Tened
el mismo sentir, nos dice; haced todo lo que podáis por
tener los mismos afectos, por juzgar lo mismo de las cosas, por
estar de acuerdo, por no disputar jamás; cuando uno exponga
su parecer, que los otros lo suscriban y apoyen, juzgándolo
mejor que el suyo propio.
Otro pasaje dice: unánimes
collaborantes; trabajad todos unánimemente. No debemos
estar unidos sólo en cuanto a los sentimientos interiores,
sino, además, en las obras exteriores, ocupándonos
todos en ellas según nuestras obligaciones; y como todos
los cristianos tienen que colaborar en todo lo referente al cristianismo,
también nosotros hemos de cooperar en todos los trabajos
de la Misión conformándonos en el orden y en la
manera.
Otra razón que tenemos
para practicar la uniformidad es que el Hijo de Dios, al hacerse
hombre, quiso llevar una vida común para conformarse a
los hombres, y así atraerlos mejor a su Padre, y se hizo
todo para todos, mucho mejor que san Pablo, para ganarlos a todos.
Basta esta razón para
convencernos, pero os indicaré además una que nos
toca muy de cerca: que la uniformidad engendra la unión
en la compañía, que es el cemento que nos une,
la belleza que nos hace amables y [así] podamos arrastrar
a los demás.
Por el contrario, si quitáis
de entre nosotros esa uniformidad que produce la semejanza, quitáis
de allí el amor. Donde hay espíritus que se singularizan,
allí hay almas divididas. Los que se singularizan en el
vestir, o en el comer, o en las demás necesidades comunes,
resultan molestos a los que siguen la comunidad. ¤ (Cf.
Op.cit., nn. 904-905, 906a, 907-909a, 912a, 913-914).
Oración final. Te pedimos, Dios nuestro, que nos
hagas a todos, lo mismo que a los primeros cristianos, un solo
corazón y una sola alma. Concédenos la gracia de
que no tengamos dos corazones ni dos almas, sino un solo corazón
y una sola alma, que informen y uniformen a toda la comunidad;
quítanos nuestros corazones particulares y nuestras almas
particulares que se apartan de la unidad; quítanos nuestro
obrar particular, cuando no esté en conformidad con el
obrar común.
Terminar con los gozos
o himno a San Vicente.
__________
DÍA OCTAVO
Sobre
la necesidad de soportar a los demás
Comenzar con la oración
preparatoria para todos los días.
Después de haber hablado
varios de la compañía, el padre Vicente concluyó
diciendo que había quedado muy edificado por lo que acababan
de decir los que habían hablado sobre este tema. Se ha
dicho muy bien que esta paciencia es en una congregación
algo así como los nervios en el cuerpo humano.
En efecto, donde no se soportan
los individuos de una casa o de una comunidad, ¿verdad
que sólo se aprecia un gran desorden?. Nuestro Señor
supo soportar a san Pedro, a pesar de haber cometido aquel pecado
tan infame de renegar de su Maestro. Y a san Pablo, ¿no
lo soportó también nuestro Señor? ¿Se
encontrará en alguna parte a un hombre que sea perfecto
y sin defecto alguno, y al que no tengan que soportar los demás?
¿Se encontrará en alguna parte algún superior
que carezca de defectos, y al que nunca tengan necesidad de soportar
sus súbditos? ¡Ojalá hubiera alguno! Pero
me atreveré a decir más: el hombre está
hecho de tal manera que muchas veces no tiene más remedio
que soportarse a sí mismo, ya que es cierto que esta virtud
de saber soportar es necesaria a todos los hombres, incluso para
ejercerla con uno mismo, a quien a veces cuesta tanto soportar.
¿En qué hemos
de soportar a nuestros hermanos? En todas las cosas: soportar
su mal humor, su manera de obrar, de actuar, etc., que no nos
gusta, que nos desagrada. Hay personas de tan mal carácter
que todo les disgusta y que no pueden soportar la más
mínima cosa que vaya en contra de su humor o de su capricho.
El bienaventurado obispo de
Ginebra decía que le había sido más fácil
sujetarse a la voluntad de cien personas que sujetar a una sola
de ellas a la propia voluntad. (Cf. Op. cit., nn. 552-554).
Oración final. Salvador nuestro: ¿te veremos
practicar la mansedumbre tan incomparablemente con los criminales,
sin hacernos mansos nosotros? ¿No nos sentiremos impresionados
por los ejemplos y enseñanzas que encontramos en tu escuela?
Cordero de Dios, que quitas
el pecado del mundo, haznos en esto semejantes a ti. Amén.
Terminar con los gozos
o himno a San Vicente.
__________
DÍA NOVENO
Sobre
la caridad con el prójimo
Comenzar con la oración
preparatoria para todos los días.
Esta caridad es de obligación;
es un precepto divino que abarca otros. Todos saben que en el
amor de Dios y del prójimo están comprendidos toda
la ley y los profetas. Todo se condensa en ellos; todo se dirige
ahí; y este amor tiene tanta fuerza y primacía
que el que lo posee cumple las leyes de Dios, ya que todas se
refieren a este amor, y este amor es el que nos hace hacer todo
lo que Dios pide de nosotros. Pues bien, esto no se refiere únicamente
al amor a Dios, sino a la caridad con el prójimo; esto
es tan grande que el entendimiento humano no lo puede comprender;
es menester que nos eleven las luces de lo alto para hacernos
ver la altura y la profundidad, la anchura y la excelencia de
este amor.
¿Cuál es su primer
acto? ¿Qué produce en el corazón que está
animado por ella? ¿Qué es lo que sale de él,
y lo que no sale del corazón de un hombre que esta privado
de ese amor y no tiene más que movimientos animales? Hacer
a los demás lo que razonablemente querríamos que
nos hicieran a nosotros; en esto consiste el quid (la clave)
de la caridad.
¿Es verdad que yo le
hago al prójimo lo que deseo de él? ¡Es un
examen muy serio el que tenemos que hacer! Pero, ¿cuántos
misioneros hay que tengan al menos esta disposición interior?
¡Dios mío! ¿Donde
están? Se encontrarán muchos como yo que no se
preocupan de dar a los demás lo que les gustaría
recibir de ellos; y si no existe este afecto, no hay caridad;
pues la caridad hace que le hagamos al prójimo el bien
que con justicia se puede esperar de un amigo fiel.
El que tiene este afecto y
este cariño al prójimo, ¿podrá hablar
mal de él? ¿podrá hacer algo que le disguste?
Si tiene estos sentimientos en el corazón, ¿podrá
ver a su hermano y a su amigo sin demostrarle su amor?
De la abundancia del corazón
habla la boca; de ordinario, las acciones exteriores son un testimonio
de lo interior; los que tienen verdadera caridad por dentro,
la demuestran por fuera. Es propio del fuego iluminar y calentar,
y es propio del amor respetar y complacer a la persona amada.
¡Hemos sentido alguna
vez cierta falta de estima y de afecto a algunas personas? ¿No
nos hemos entretenido más o menos en pensar a veces contra
ellas? Si es así, es que no tenemos esa caridad que expulsa
los primeros sentimientos de menosprecio y la semilla de la antipatía;
pues, si tuviéramos esa divina virtud, que es una participación
del Sol de justicia, disiparía esos vahos de nuestra corrupción
y nos haría ver lo que hay de bueno y de hermoso en nuestro
prójimo, para honrarlo y quererlo.
El segundo acto de la caridad
consiste en no contradecir a nadie. Estamos juntos; se habla
de algo bueno; uno dice lo que le parece y otro le replica indiscretamente:
«No es así; usted no me lo sabría demostrar».
Hacer esto es herir al que contradecimos; si él no es
humilde, querrá sostener su opinión, y ya está
la discusión que acabará matando la caridad.
No ganaré nunca a mi
hermano contradiciéndole, sino aceptando buenamente en
nuestro Señor lo que él propone; quizás
tenga razón, y yo no; él quiere contribuir a mantener
una conversación amable, y yo me empeño en convertirla
en disputa; lo que dice, lo dice en un sentido que, si yo lo
supiese, lo aprobaría.
¡Fuera, pues la contradicción
que divide los corazones! Evitémosla como una fiebre que
quita la razón, como una peste que lleva consigo la desolación,
como un demonio que destruye las más santas congregaciones;
elevémonos a Dios con frecuencia, y sobre todo cuando
tengamos ocasión de entrar en los sentimientos del otro,
para que nos conceda la gracia de obrar así, en vez de
contradecirles y entristecerlos; ellos dicen buenamente lo que
piensan, aceptemos también nosotros buenamente lo que
dicen. (Cf. Op. cit., nn. 928, 933b, 935b, 938).
Oración final. ¡Oh Salvador, que viniste a
traernos esta ley de amar al prójimo como a sí
mismo, que tan perfectamente la practicaste entre los hombres,
no sólo a su manera, sino de una manera incomparable!
Sé tú, Señor, nuestro agradecimiento por
habernos llamado a este estado de vida de estar continuamente
amando al prójimo. Amén.
Terminar con los gozos
o himno a San Vicente. |