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El viejo Haakón cuidaba una cierta ermita. En ella se conservaba un Cristo muy venerado que recibía el significativo nombre de «Cristo de los Favores». Todos acudían a él para pedirle ayuda. Un día, también el ermitaño Haakón decidió solicitar un favor y, arrodillado ante la imagen, dijo: - Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz. Y se quedó quieto, con los ojos puestos en la imagen, esperando una respuesta. De repente -oh, maravilla - vio cómo el Crucificado comenzaba a mover los labios y le decía: - Amigo mío, accedo a tu deseo; pero ha de ser con una condición: que, suceda lo que suceda y veas 10 que veas, has de guardar siempre silencio. - Te lo prometo, Señor. Y se efectuó el cambio. Nadie se dio cuenta de que era Haakón quien estaba en la cruz, sostenido por los cuatro clavos, y que el Señor ocupaba el puesto del ermitaño. Los devotos seguían desfilando pidiendo favores, y Haakón, fiel a su promesa, callaba. Hasta que un día... Llegó un ricachón, el cual, después de haber orado, dejó allí olvidada su bolsa. Haakón lo vio, pero guardó silencio. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas más tarde, se apropió de la bolsa del rico. Y tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedir su protección antes de emprender un viaje. Pero no pudo contenerse cuando vio regresar al hombre rico, el cual, creyendo que era aquel muchacho el que se había apoderado de la bolsa, insistía en denunciarlo. Se oyó entonces una voz fuerte: - Detente. Ambos miraron hacia arriba y vieron que era la imagen la que había gritado. Haakón aclaró cómo habían ocurrido realmente las cosas. El rico quedó anonadado y salió de la ermita. El joven salió también, porque tenía prisa por emprender su viaje. Cuando, por fin, la ermita quedó sola, Cristo se dirigió a Haakón y le dijo: - Baja de la cruz. No vales para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio. - Señor dijo Haakón confundido -, ¿cómo iba a permitir esa injusticia? - Tú no sabías que al rico le convenía perder la bolsa -le contestó Cristo -, pues llevaba en ella el precio de la virginidad de una mujer. El pobre, en cambio, tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en llevárselo. En cuanto al muchacho último, si hubiera quedado retenido en la ermita, no habría llegado a tiempo de embarcar y habría salvado la vida, porque has de saber que en estos momentos su barco está hundiéndose en alta mar.
Ilustración de esta página: imagen del Santo Cristo de la Reconciliación que se venera en la iglesia de Santa Rita de los padres agustinos recoletos en Madrid. |
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