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profesión de fe del Papa Pablo VI [1] |
1. Creemos en un solo Dios,
Padre, Hijo y Espíritu. |
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1. Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles como es este mundo en el que transcurre nuestra vida pasajera, de las cosas invisibles como los espíritus puros que reciben también el nombre de ángeles (Cf. Dz. Sch., 3002) y Creador en cada hombre de un alma espiritual e inmortal. 2. Creemos que este Dios único es absolutamente uno en su esencia infinitamente santa al igual que en todas sus perfecciones, en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y en su amor. "El es el que es", como lo ha revelado a Moisés (Cf. Ex., 3,14); y "El es Amor", como el apóstol Juan nos lo enseña (Cf. 1 Jn., 4,8); de forma que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma Realidad divina de Aquél que ha querido darse a conocer a nosotros y que, "habitando en una luz inaccesible" (Cf. 1 Tim., 6,16) está en sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. Solamente Dios nos puede dar ese conocimiento justo y pleno de sí mismo revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por gracia a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y más allá de la muerte en la luz eterna. Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las Tres Personas, siendo cada una el solo y el mismo Ser divino, son la bienaventurada vida íntima del Dios tres veces santo, infinitamente superior a lo que podemos conocer con la capacidad humana (Cf. Dz. Sch. 804). Damos con todo gracias a la Bondad divina por el hecho de que gran número de creyentes puedan atestiguar juntamente con nosotros delante de los hombres la Unidad de Dios, aunque no conozcan el Misterio de la Santísima Trinidad. 3. Creemos en el Padre que engendra al Hijo desde toda la eternidad; en el Hijo, Verbo de Dios, que es eternamente engendrado; en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo, como eterno Amor de ellos. De este modo en las Tres Personas divinas, "coaeternae sibi et coaequales" [eternas e iguales entre sí] (Cf. Dz. Sch., 75), sobreabundan y se consuman en la eminencia y la gloria, propias del Ser increado, la vida y la bienaventuranza de Dios perfectamente uno, y siempre "se debe venerar la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad" (Cf. Dz. Sch., 75). 4. Creemos en nuestro Señor Jesucristo, que es el Hijo de Dios. El es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, "homoousios to Patri" (Cf. Dz. Sch., 150), y por quien todo ha sido hecho. Se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, e inferior al Padre según la humanidad (Cf. Dz. Sch., 76), y uno en sí mismo (no por una imposible confusión de las dos naturalezas, sino) por la unidad de la persona (Cf. Dz., Sch. 76). Habitó entre nosotros, con plenitud de gracia y de verdad. Anunció e instauró el Reino de Dios y nos hizo conocer en El al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo: amarnos los unos a los otros como El nos ha amado. Nos enseñó el camino de las Bienaventuranzas del Evangelio: la pobreza de espíritu, la mansedumbre, el dolor soportado con paciencia, la sed de justicia, la misericordia, la pureza de corazón, la voluntad de paz, la persecución soportada por la justicia. Padeció en tiempos de Poncio Pilato, como Cordero de Dios, que lleva sobre sí los pecados del mundo, y murió por nosotros en la cruz, salvándonos con su Sangre redentora. Fue sepultado y por su propio poder resucitó al tercer día, elevándonos por su Resurrección a la participación de la vida divina que es la vida de la gracia. Subió al cielo y vendrá de nuevo, esta vez con gloria, para juzgar a vivos y muertos, a cada uno según sus méritos: quienes correspondieron al Amor y a la Misericordia de Dios irán a !a vida eterna; quienes lo rechazaron hasta el fin, al fuego inextinguible. Y su Reino no tendrá fin. 5. Creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria. El nos ha hablado por los Profetas y ha sido enviado a nosotros por Cristo después de su Resurrección y su Ascensión al Padre; El ilumina, vivifica, protege y guía la Iglesia, purificando sus miembros si éstos no se sustraen a la gracia. Su acción, que penetra hasta lo más intimo del alma, tiene el poder de hacer al hombre capaz de corresponder a la llamada de Jesús: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto." 6. Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado, nuestro Dios y Salvador Jesucristo (Cf. Dz. Sch., 251-252), y que por virtud de esta elección singular, Ella ha sido, en atención a los méritos de su Hijo, redimida de modo eminente (Cf. Lumen Gentium, 53), preservada de toda mancha de pecado original (Cf. Dz. Sch., 2803) y colmada del don de la gracia más que todas las demás criaturas (Cf. Lumen Gentium, 53). Asociada por un vínculo estrecho e indisoluble a los Misterios de la Encarnación y de la Redención (Cf. Lumen Gentium, 53, 58, 61), la Santísima Virgen, la Inmaculada, ha sido elevada al final de su vida terrena en cuerpo y alma a la gloria celestial (Cf. Dz. Sch., 3903) y configurada con su Hijo resucitado en la anticipación del destino futuro de todos los justos. Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia (Cf. Lumen Gentium, 53, 56, 61, 63; Pablo VI, "Aloc. en la clausura de la III Sección del Concilio Vat. II": AAS LVI (1964 1016); Exhort. Apost. "Signum Magnum", Introd.), continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos (Cf. Lumen Gentium" 62; Pablo VI, Exhort. Apost. "Signum Magnum", P. 1, n. 1). 7. Creemos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las consecuencias de esta falta y que no es aquel en el que se hallaba la naturaleza al principio en nuestros padres, creados en santidad y justicia y en el que el hombre no conocía ni el mal ni la muerte. Esta naturaleza humana caída, despojada de la vestidura de la gracia, herida en sus propias fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte se transmite a todos los hombres y en este sentido todo hombre nace en pecado. Sostenemos, pues, con el Concilio de Trento que el pecado original se transmite con la naturaleza humana "no por imitación, sino por propagación" y que por tanto "es propio de cada uno" (Cf. Dz. Sch., 1513). 8. Creemos que Nuestro Señor Jesucristo por el Sacrificio de la Cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundé la gracia" (Cf. Rom., 5,20). 9. Creemos en un solo Bautismo, instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. El bautismo se debe administrar también a los niños que todavía no son culpables de pecados personales, para que, habiendo sido privados de la gracia sobrenatural, renazcan "del agua y del Espíritu Santo" a la vida divina en Cristo Jesús (Cf. Dz. Sch., 1514). 10. Creemos en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra que es Pedro. Ella es el Cuerpo Místico de Cristo, al mismo tiempo sociedad visible, instituida con organismos jerárquicos, y comunidad espiritual; la Iglesia terrestre, el Pueblo de Dios peregrino aquí abajo y la Iglesia colmada de bienes celestiales, el germen y las primicias del Reino de Dios, por el que se continúa a lo largo de la historia de la humanidad la obra y los dolores de la Redención y que tiende a su realización perfecta más allá del tiempo en la gloria (Cf. Lumen Gentium, 8 y 5). En el correr de los siglos, Jesús, el Señor, va formando su Iglesia por los sacramentos, que emanan de su Plenitud (Cf. Lumen Gentium, 7.11). Por ellos hace participar a sus miembros en los misterios de la Muerte y de la Resurrección de Cristo, en la gracia del Espíritu Santo, fuente de vida y de actividad (Cf. Sacrosanctum Concilium, 5,6; Lumen Gentium, 7, 12, 50). Ella es, pues, santa, aun albergando en su seno a los pecadores, porque no tiene otra vida que la de la gracia: es, viviendo esta vida, como sus miembros se santifican; y es, sustrayéndose a esta misma vida, como caen en el pecado y en los desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es por esto que la Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas que ella tiene el poder de curar en sus hijos en virtud de la Sangre de Cristo y del Don del Espíritu Santo. Heredera de las promesas divinas e hija de Abrahán según el Espíritu, por aquel Israel cuyas Escrituras guarda con amor y cuyos Patriarcas y Profetas venera: fundada sobre los Apóstoles y transmitiendo de generación en generación su palabra siempre viva y sus poderes de Pastores en el Sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él; asistida perennemente por el Espíritu Santo, tiene el encargo de guardar, enseñar, explicar y difundir la Verdad que Dios ha revelado de una manera todavía velada por los Profetas y plenamente por Cristo Jesús. |
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1. Cumpliendo con el mandato de Cristo a Pedro, a saber, la de confirmar a sus hermanos en la fe (1 Tim. 6, 20), el sumo Pontífice Pablo VI pronunció el 30 de junio de 1968 una solemenme profesión de fe que explica y recoge el contenido del Credo o símbolo Niceno. Desde entonces el texto ha sido un excelente punto de referencia para discernir cual es la verdadera doctrina católica en tiempos de confusión. [Volver] |
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